Cuántas fiestas, serenatas, velorios, tormentas, tristezas y alegrías habrá visto la hacienda San Sebastián, bella casa de la provincia de Los Ríos.
Impresiona ver esta fabulosa casa montubia de la Hacienda San Sebastián, ubicada en el cantón Vinces de la provincia de Los Ríos, construida hace 120 años exclusivamente con caña guadúa (Guadua angustifolia), llamada “acero vegetal”, y madera de roble y pechiche.
Creo que esta es la #casa más #antigua y más grande de #Ecuador construida con esos vegetales casi eternos y si bien ya muestra deterioro, el Consejo Provincial de Los Ríos y el Municipio de Vinces tienen el deber de iniciar su mantenimiento para que no pase igual que con la bella casa de la Hacienda Isla Bejucal, que ya no existe.
La Hacienda San Sebastián perteneció desde el siglo XIX a la familia Avilés y su última dueña, Angelita Avilés Gómez, fallecida en el 2009, le dejó la casa a su compañero de vida, Antón Zambrano, quien actualmente vive allí con su familia y la hacienda la repartió entre sus sobrinos.
Doña Angelita era maestra de escuela en el campo y mujer muy guapa, simpática, rubia, de ojos azules, que se dedicaba en sus ratos libres a hacer “licor de cacao” y otras delicias culinarias.
Me dijo don Antón que esta casa, en la cual no hay ninguna “penación”, debió ser construida con caña cosechada de madrugada y “en luna menguante”, caso contrario se hubiera apolillado rapidito.
Al recorrer su amplísima sala con olor a cacao y a guayaba madura, me imaginaba cuántas fiestas, serenatas, velorios, tormentas, tristezas y alegrías habrá visto esta bella casa montuvia que se resiste a morir custodiada por sus guardaespaldas, los nobles y viejísimos árboles de cacao, mamey, guayaba, caimito y aguacate…
Y como dijo el francés Sully Prudhomme en el poema Las casas viejas:
No amo las casas nuevas, lucientes,
ue tienen rostros indiferentes;
amo las nobles casas vetustas
que, como viudas siempre dolientes,
guardan memorias tristes y augustas.
Fingen las grietas de la fachada,
surcos y arrugas en frente honrada,
y hay en los vidrios esos reflejos
que sorprendemos en la mirada
de los benditos y humildes viejos.
Puertas y muros son cual amigos
que encanecieron siendo testigos
de mil bondades francas y ciertas:
ellos brindaron dulces abrigos;
ellas gozaron estando abiertas.
Perdieron brillo ricas molduras;
manchó la herrumbre las cerraduras,
que ni funcionan ni funcionaron,
pues cual las almas buenas y puras,
hondos secretos nunca guardaron.
En las alcobas y en los salones
entre tapices y cortinones
y entre damascos y terciopelos,
encuentran siempre los corazones
besos de padres, risas de abuelos.
Amo los claustros ennegrecidos,
donde los vientos enfurecidos
gimen y braman en lucha fiera,
y en donde cuelgan sus pobres nidos
as golondrinas en primavera.
Amo los techos apolillados,
los altos techos artesonados
cual firmamentos llenos de estrellas,
y los peldaños que, por usados,
de muchos pasos conservan huellas.
Y amo, ante todo, la sala hermosa
que a la familia reunió dichosa
con las caricias de roja lumbre.
¡Sala bendita que hoy, silenciosa,
se va rindiendo de pesadumbre!
Allí en edades que están lejanas,
respeto hallaron las nobles canas;
allí nacieron santos cariños,
y allí, de labios de las ancianas,
brotaron cuentos para los niños.
Mas ya son viejos los pequeñuelos;
ya perecieron padres y abuelos,
y artesonados y ensambladuras,
al desplomarse, llenan los suelos,
como presagio de desventuras.
Pronto en el fuego que hay encendido
darán postrero, débil crujido;
pronto, muy pronto, no serán nada:
como recuerdo del bien perdido,
como esperanza ya realizada.
Cuando entre llamas y entre carbones
miro los restos de esas mansiones
que, con respeto, vi envejecer,
pienso que mueren las ilusiones
y las benditas resignaciones
de algo que al mundo no ha de volver.
Por. Sergio Cedeño